Disfrutando de mi precariedad económica (aquí el que no se consuela es porque no quiere)
Hablando de bromas pesadas: el domingo pude ver una putada de muy mal gusto en uno de estos programillas de vídeos caseros de esos que tanto se estilaban antes en España. La gracia consistía en que alguien preparaba un boleto de lotería trucado y luego grababa la reacción de un familiar cuando éste pensaba que le habían tocado unos cuantos miles de dólares. Vamos, que la cosa no tenía ni puta gracia. Después de ver aquello, no pude evitar recordar una traumática experiencia que tuve con la lotería Primitiva allá por los lejanos años ochenta. Eran tiempos aburridos, para qué negarlo, y al tener sólo dos canales de televisión sucedía que el sorteo de la Primitiva (presentado por una jovenzuela llamada Teresa Viejo) se convertía en uno de los acontecimientos más importantes de toda la semana. Mi padre, que no solía jugar a la lotería, apareció un día muy ilusionado con un boleto entre las manos, y allí que nos pegamos los paletos para ver cómo la Viejo nos convertía en millonarios. Salió la primera bola, y acertamos el número; salió la segunda bola, y también acertamos. La cosa se ponía caliente. Cuando por fin apareció la tercera bola, tardé varios segundos en darme cuenta de que, esta vez también, habíamos acertado el tercer número. Aunque aún faltaban tres bolas más por salir, no pude evitar un grito de alegría que vino convenientemente acompañado de un salto estratósferico sobre el sillón (“gravedad a mí, plim”). Fue entonces cuando mi padre pronunció unas palabras que se me quedarían marcadas para siempre:
“Cállate, no hagas ruido, que los vecinos se enteran de que somos ricos y luego viene todo el mundo a pedirnos dinero”.
Fue entonces cuando decidí presenciar en silencio el resto de tan excitante sorteo televisivo. Sin embargo, surgió un ligero contratiempo: no acertamos el cuarto número, ni el quinto, ni el sexto (creo que entonces se llamaba “el complementario”, o algo así). Así con tres aciertos sobre seis me fui a la cama igual de pobre que antes, pero con una cara de idiota que todavía me dura cuando pienso en aquellos momentos de efímera gloria. Aunque, bien pensado, ¿para qué queríamos tanto dinero? ¿Para tener que andar prestándolo por ahí?